Sermón para Jueves Santo, predicado en la iglesia de San Esteban y La Encarnación, Washington, DC, el 9 de abril 2009
San Juan 13:1-17, 31b-35
Savannah era niña que tenía tres años. Todos los días lloró a la escuela para niños de la parroquia. A veces gemía. A veces lloriqueó. Su llanto incesante empeoró cuando venía a los servicios en la capilla de la escuela.
Savannah era ciega. Tal vez porque no podía ver, la extrañeza de la escuela la asustó. O tal vez ser ciega no fue la causa de sus problemas emocionales. Para el cura, la dirección de un servicio en la capilla cuando Savannah estaba allá era difícil. Su lloriquear parecía un comentario muy penoso sobre palabras vacías.
Jueves Santo ocurió. La directora de la escuela me pidió venir y explicar a los niños la significación de Jueves Santo. “Que lavemos los pies,” le sugerí. Cogí a los niños. “Jesús esataba buscando una manera para mostrar a sus amigos cuanto se preocupaba para ellos,” yo empecé. Savannah comenzó llorar. “La gente que vivía en el país de Jesús tenían un costumbre para mostrar respeto a sus huéspedes. Cuando personas les visitaban, un siervo tendría sus sandalias y lavaba sus pies polvorientos.”
“Jesús quiere lavar sus pies,” yo dije mientras vertiendo agua en una palangana. “El quiere mostrarles tan mucho los ama. El desea que entendamos que no hay nada más importante que amar a los demás como él nos ama. Como un símbolo de eso, quiere lavar nuestros pies, como fuera un siervo de quien el único trabajo era hacer eso.”
Yo no tenía la menor idea de cómo los niños reaccionarían al lavado de los pies. ¿Le parecería una tonteria? ¿Invasivo? ¿Demasiado extraño? Uno por uno se quitó los zapatos y los calcetines. Cada niño puso sus pies sobre la palangana. Vertí agua tibia sobre sus pies, los lavé y sequé. Algunos se reieron. La mayoría estaban cautivada. “Recuerde a cuidar a todos como Jesús te ama,” yo dije como lavaba cada pie pequeño. Algunos dudaron. La capilla creció tranquila, a excepción de los sonidos del agua de lavado, el tintineo de mi anillo en el lado de la sartén.
Una maestra tuvo a Savannah, que estaba tranquila extrañamente sino un poco de lloriquear. La maestra dobló hacía abajo, y puso el pie de Savannah sobre el cuenco. Vertí agua. “Savannah, recuerde…” Savannah comenzó a reirse un poco. Luego, se rió más. Ella tiró su cabeza hacía atrás y se rió profundamente. “¡Otra vez!” me dijo. Vertí más agua, apreté su pie entre mis palmas. Ella se rió más y más. Luego, otros niños empezaron reirse, y como un fuego, rapidamente las risas se extendieron sobres los rostros hasta todos en la sala se estában reyendo con Savannah.
El agua de vida desciende sobre corazones temerosos y pedregosos, desciende en las fisuras y grietas y corre hacía abajo a los espacios donde no se puede llegar nada más. Lugares de lagrimas, lugares de miedo donde la luz no viene jamás. Señor, lávame no solo los pies, sino también las manos y la cabeza y mi alma y mi corazón y todos los lugares donde me oculto de la Verdad y en todos los lugares donde guardo mis sueños malos. Lávame completamente en los espacios donde mis secretos me pesan mucho. Purifícame de mis pecados, pero quitame de mis timores también. Dejame sentir que tu tienes mis pies, aun cuando no puedo verte. Lavame, Señor, lavame, y dejame reirme otra vez.
© Frank G. Dunn, 2009
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